lunes, 30 de junio de 2014

EL ÚLTIMO BESO DE MUJER

A PROPOSITO DEL GENERAL MACEO Y EL DIA DE LOS ENAMORADOS

El cura Facundo de Avignon alzó primero el crucifijo a la altura de los ojos de la pareja, luego envolvió los dedos en un rosario de marfil, y con la voz más temblorosa que otras veces dijo el consabido los declaro marido y mujer.

Antonio de la Caridad Maceo Grajales tenía 21 años y María Magdalena Cabrales Fernández 19, y la ceremonia nupcial se celebraba el 16 de febrero de 1866 en la iglesia parroquial de San Luis, Oriente, bajo la atenta mirada de Mariana.

Y Maceo siempre adoró a su esposa, y ella a él, un matrimonio que supo superar el trauma de la Guerra Grande, a la cual se incorporan en 1868 a los pocos días del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes.

Y lo hacen con una hija de pocos meses llamada María de la Caridad. Pero además de eso, la esforzada patricia se encuentra en avanzado estado de gestación.

Y nace en la manigua un niño al que ponen por nombre Antonio, como su padre, solo que ambas criaturas mueren por lo rigores de la guerra. Y la infeliz madre, de tanto sufrimiento quedará estéril por el resto de su vida.

Ahora bien, al terminar la contienda en 1878, después del Pacto del Zanjón, Maceo marcha rumbo a Haití, y cuando comienza la Guerra Chiquita, debe abandonar dicho país por el asedio de los agentes de España que quieren asesinarlo.

Esta vez al embarcarse rumbo a Jamaica lleva consigo el retrato de una hermosa mujer –que no es María--, en el que puede leerse una breve nota: “Sea siempre muy prudente; es ésa una pequeña recomendación que yo particularmente le hago.”

Al parecer, en Jamaica, el atormentado general Maceo conoce a la joven Amelia Marryat, y del fruto de este nuevo romance nace su único hijo conocido que logra llegar a la adultez: Antonio Maceo Marryat.

Emilio Rodríguez, historiador, en su obra Maceo en Santo Domingo (1945), asevera que allí también conoció a una criatura “de treinta años, de buena estatura, india, y algo cobriza…”

Y José L. Franco, biógrafo de nuestro héroe, sobre la estancia de este en Honduras describe los atributos de otra preciosidad con la cual comienza un nuevo romance: “... una hondureña de ojos de fuego, que denunciaba a lo lejos la mezcla de sangre maya y española….”

En 1895, ya de regreso a Cuba para continuar la guerra contra España, Maceo le dice a la esposa en una carta: “Consérvate buena y quiere a tu negro que no te olvidará nunca.”

Y la trata con frases amantísimas: “Mi inolvidable y siempre adorada esposa.” “Recibe el corazón de tu esposo que te quiere...” “Tu esposo que te adora y desea.” “Mi siempre adorada esposa.” “Recibe el afecto de mi alma sincera con un fuerte abrazo, que de corazón desea darte tu esposo.”

Sin embargo, por esta misma etapa, en un guateque cerca de Holguín, Maceo come carne de puerco mal cocida y se enferma, de forma que debe asistirlo el médico puertorriqueño Guillermo Fernández Mascaró, teniente coronel de Sanidad del Ejército.

Muchos soldados en su ignorancia serrana opinan que el doctor no puede curar la dolencia, que deben ir ellos mismos a Gibara y traer a una famosa curandera infalible en materia de empachos y cagaderillas.

El médico se resiste a la idea, tanto que los hombres consultan al aventado general, quien a rajatabla les dice: “si la curandera es joven y agradable que venga.”

La mujer, vieja y poco agraciada no pasó el examen, de forma que se tuvo que curar con el médico. Lo cual fue una suerte, pues el galeno estaba amenazado de muerte, debido a que los hombres del caudillo habían jurado ahorcarlo en caso de no ser capaz de sanarlo.

Un amigo personal de nuestro héroe, el general Enrique Collazo, diría en 1912, en la revista de corte histórico Cuba Heroica, que el general Maceo había conservado toda la vida su amor natural por las mujeres.

Frank J. Agramonte, quien preparó la expedición que lo trajo de vuelta a pelear en la Guerra de Independencia dijo: “Este hombre que no fuma, ni juega, ni toma, tiene una singular pasión: su atracción desmedida por las damas”.

Y un estudioso de su vida como lo fue Leonardo Griñán Peralta, dice en 1936 que, “no fue demasiado casto Antonio Maceo, su debilidad por las mujeres fue uno de los rasgos más acentuado de su carácter”.

Eso sí, su gran amor sigue siendo María Cabrales, y después de 30 años de matrimonio, casualmente un 14 de febrero, pero de 1896, le escribe a la amante esposa y le cuenta de sus penas: “Desde que desembarqué en esta isla, no abandono el caballo un solo día”.

Y era verdad, pero así y todo saca tiempo para el amor, y en Punta Brava por ejemplo, en enero de 1896, luego de un fugaz romance recibe de la mano de la fémina de turno un perfumado pañuelo que lo acompañará hasta el día de su muerte.

Un poco después, en el combate del Rubí, en tierra pinareña, en junio de 1896, Maceo es herido en una pierna. Debe guardar cama por nueve días y lo cuida María Luisa Barrios, una bella campesina.

La joven era hija del prefecto José Manuel Barrios y vivían en la finca San José, donde se despierta una vez más la pasión del invencible guerrero, solo que la muchacha no acepta ninguno de sus galanteos.

En carta al doctor Hugo Roberts le confiesa lo siguiente: “Usted me ha curado totalmente pero no podrá cicatrizar el hondo mal que me ha hecho María Luisa” ¡Tenía y no tenía suerte con las Marías!

Ahora bien, del 27 al 31 de octubre Maceo acampa en la finca del Brujito, antiguo cafetal al norte de San Cristóbal, donde se cree haya conocido a Cecilia Fernández, una hermosa serrana de la cual se enamora –una vez más--, perdidamente.

La mujer es casada, pero a pesar de serlo le responde con una misiva donde se mezcla lo delicado con la firmeza de carácter: “General, mi virtud está en mi integridad y no pienso perderla. Lo mismo que mide usted el peligro que debe enfrentar antes de lanzarse al combate, debe medirlo esta infeliz que responde por el nombre de Cecilia.”

La autenticidad de la carta está avalada por Manuel Sanguily, quien la recibe a su vez del general Miró. Aseveran las fuentes que el rechazo de las dos pinareñas lo afecta profundamente.

El domingo 6 de diciembre de 1896 Maceo conversa con Perfecto Lacoste y su esposa Lucía, al despedirse la mujer le estampa un sonoro beso en la mejilla: fue el último que recibiría en su vida.

Al otro día, siete de diciembre de 1896, en la finca San Pedro, provincia Habana, un par de balas españolas lo derribarían de su caballo elevando al infinito la gloria del enamorado general.