martes, 1 de julio de 2014

PARA POLO, UN HOMENAJE



 Polo Montañez, lo mismo que el niño Jesús, nació en las condiciones más humildes que alguien haya podido imaginar.
 Llegó al mundo en un bohío vara en tierra el cinco de junio de 1955, y a la hora de parirlo, su madre Lucrecia apenas contó con compañía.
  Como asistente solo tuvo a la hija mayor --una niña cuando aquello--, quien más asustada que otra cosa, apoyó en el difícil trance de cortar la "tripa del obligo".
Fue un parto en medio de la noche, en un intrincado lugar de la Sierra del Rosario conocido por El Brujito, sobre unas mantas de sacos carboneros hervidas para la ocasión.
Familiares cercanos a Polo han recordado lo ocurrido aquella noche... ella, Lucrecia, de rodilla sobre las mantas, esperó sin un quejido por la llegada de la criatura.
Y con la misma humildad que nació creció Polo, tanto que algunas amistades cercanas a su familia aseveran que vino a vestirse “como persona” sobre los diez años de edad.
Tampoco era amigo de soportar el calzado cerrado, y muchos candelarienses lo recuerdan andando en chancletas de rusticidad legendaria.
En medio de las lomas donde vivía no había escuelas a las cuales pudiera asistir con regularidad, pero así y todo se las valió para aprender a leer y a escribir.
Hizo carbón, cortó marabú, chapeó potreros, manejó tractor, fue cortador de caña de los largos, y ordeñaba las vacas sin maniatar.
Ahora bien, desde los siete años tocaba un tambor más grande que él, hecho sobre el tronco ahuecado de un aguacate.
Y tenía un oído musical privilegiado, lo que le permitió tocar intuitivamente el piano, la guitarra, las claves, el güiro, la tumbadora o cualquier otra cosa que sonara.
Su verdadero nombre era Fernando Borrego Linares, y ha sido hasta el momento uno de los pocos músicos cubanos que haya obtenido dos discos de oro y uno de platino.
Sin embargo, no fue un hombre de suerte, su talento vino a ser reconocido tardíamente luego de pasadas las cuatro primeras décadas de vida.
Su música tiene la rara virtud de gustarle a todo el mundo, a los niños, a los jóvenes y también a los más adultos de la familia.
El 20 de noviembre de 2002, conduciendo por la autopista, su carro impactó contra un camión en la zona conocida por La Coronela.
Toda Cuba se mantuvo en vilo hasta el 26 de noviembre en que se conoce la noticia de su inesperado fallecimiento.
Un día alguien me dijo que a Polo lo habían mandado a matar, que era mucha la envidia que despertaba, en lo personal creo se trate de un soberano infundio.
Eso sí, a veces tengo la amarga impresión de que Polo Montañez se fue sin haber tenido él mismo conciencia de su tremenda grandeza.
 
 
 

 
 

 

 

 

Un amor inmortal


Hace muchos años, allá en el parque de Candelaria,  muy niño yo cuando aquello, descubrí una estatua de bronce que representaba la figura de una joven madre cargando en los brazos a su pequeño hijo.

Sin embargo, no fue la escultura en sí misma lo que más me llamó la atención, sino las palabras escritas en la base del pedestal y que decían: “Las madres mueren para el mundo, para sus hijos no”.

Muy lejos estaba de imaginar en aquellos tiempos de correrías, que iba a pasar junto con mis hermanos por el difícil trance de ver  morir a mi mamá cuando nosotros aún no habíamos madurado lo suficiente.

A partir de esa desafortunada experiencia --no existen palabras para poderla describir--, siempre quedé prendido a la ya mencionada frase hasta que un buen día tuve la suerte de conocer quien fue el autor de la misma.

Se trataba del poeta santiaguero Diego Vicente Tejera, un hombre que nace el 20 de noviembre de 1848, quien además de distinguido patriota, se hace notar como periodista, ensayista, y crítico literario.

Existen numerosas síntesis biográficas de este poeta, y en ellas se afirma que muere el 6 de noviembre de 1903, a los cincuenta y cinco años de edad, víctima de una incurable enfermedad.

De Diego Vicente Tejera se pudiera decir mucho más, que recorrió medio mundo, que conoció a José Martí, que peleó por la libertad de Venezuela, y que apoyó la fundación del Primer Partido Socialista Cubano.

Ahora bien, todo hace indicar que la inmortalidad de Diego Vicente Tejera, se debe a uno de sus poemas, en este caso, el que ya mencionamos que dedica a las madres y que tiene por título A ti.

Desafortunadamente no he podido encontrar elementos que expliquen las circunstancias en que el poema fue escrito, pero es de suponer que la fuente para su inspiración haya sido la muerte de la madre del poeta.

Apunto que lo más notable en estos versos son sin duda alguna las estrofas finales, en las cuales, con pocas, pero sí con muy sentidas palabras se hace valer la inmortalidad por el amor materno.
 
A ti

Por Diego Vicente Tejera (Santiago de Cuba, 1848-1903)

¿Has muerto? No: la muerte tras sí lleva el olvido,
¡Y aun te recuerdo yo!
La muerte, dulce madre, tu forma ha destruido;
Pero tu imagen no.

Más ¡ah! si tú en mi espíritu no has muerto todavía,
Mañana ¿vivirás?
¡Oh, sí¡ ¡Mientras respire lo juro, madre mía!
No has de morir jamás.

¡Jamás! Aunque el destino te doblegó en mal hora,
Fue vano su rigor:
Mi gloria un tiempo fuiste: serás mi culto ahora:
¡Tú siempre eres mi amor!

Contigo en todas partes, contigo noche y día
Me sentirás vivir;
¡Que en tanto que yo aliente lo sabes, madre mía!
No puedes tú morir.

Y aun vivirás conmigo cuando mi sien no lata:
Que iré á buscarte en Dios,
Y el rayo de su gloria, que ardiente te arrebata.
Será para los dos.

No importa que hoy pregunte con afligido acento:
Mi madre ¿en dónde está?
No importa que mis lágrimas respondan al momento:
¡Mi madre ha muerto ya!

Para adorarla siempre, del pecho en lo profundo
Tu imagen llevo yo:
Las madres, madre mía, se mueren para el mundo...
¡Para sus hijos: no!
 

¡ECHAME DE LOS QUE GANARON!


Fue al periodista y amigo Ramón Brizuela Roque a quien primero le escuche la anécdota de Cándido Cordal y los cangrejos ganadores.
 
La contó por la década de los 90 del pasado siglo, en el recibidor de periódico... GUERRILLERO, donde eran habituales las tertulias.
Lo menos que imaginaba por esos días, era que con el tiempo conocería a Cándido Cordal y que este llegara a ser uno de mis mejores amigos.
 
Cándido no es solo el creador del conocido vino Roncali, sino que fue por muchos años escritor para espacios dramatizados en la radio.
 
Su éxito como maestro de las letras lo ha llevado a merecer numerosos reconocimientos dentro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba.
 
Lo más curioso de Cándido Cordal es su invidencia, lo cual no lo ha limitado en nada para llegar a ser una persona alegre y triunfadora.
 
Recuerdo que muchas veces le serví como Lazarillo y lo acompañé desde su casa hasta la Emisora Radio Guamá y viceversa.
 
En una de esas caminatas contó que él no era ciego de nacimiento, sino que una enfermedad degenerativa lo había llevado a esta condición.
 
Así y todo era capaz de escribir a una velocidad endemoniada, solo que nunca se supo su secreto para no perderse frente a un teclado mecánico.
 
No hace mucho trató de volver a escribir, pero su legendaria Rémington quizás atascada por el paso de los años lo obligó a declinar en el empeño.
 
Recientemente Cándido sufrió una aparatosa caída, tanto que tuvo que enfrentar las angustias de una complicada intervención quirúrgica.
 
Por suerte ya está de vuelta a casa y su memorable buen humor lo sigue acompañando, solo que se ha negado a caminar.
 
Según él, tiene miedo a volverse a caer, y explica convencido que con la que ya pasó de médicos y hospitales es más que suficiente.
 
Fue en este contexto en que pedí indagar con él sobre la famosa anécdota de los cangrejos ganadores.
 
Sobre este particular expresó lo siguiente: “El hecho es cierto, ocurrió hace más de 50 años en el mercado de la ciudad de Pinar del Río.

“Pero no fue conmigo, sino con otro ciego muy famoso al que se le conocía por el nombre de Alejo y que vendía billetes de lotería.

“Resulta que más de una vez Alejo compró cangrejos en ese lugar, pero el vendedor se aprovechaba y le despachaba los muertos.
 
"Un buen día, quizás cansado de aquel abuso, Alejo cogió el saco, lo alzó, lo movió varias veces y le preguntó al vendedor:

“Chico, ven acá, ¿qué ocurre con tus cangrejos que siempre están muertos, se tratará de alguna enfermedad?

“Y el vendedor le responde: No, Alejo, que va, lo que pasa es que ellos se fajan y se matan con las tenazas.

“Y sin pensarlo, Alejo le estira el saco y le dice: está bien, pero bueno, échame por lo menos dos o tres de los que ganaron”.

Esa y no otra es la anécdota, dónde sale a relucir el ingenio chispeante y rápido de la gente de pueblo.
 
 
Y cada vez que la leo me río, solo me lamento de que Cándido no haya sido su verdadero protagonista.

MARTI Y LA CORBATA LILA

La noche del 25 de noviembre de 1891, en el puerto de Tampa, bajo una llovizna pertinaz, un grupo de cubanos espera por la llegada de José Martí.

Desde la caída de la tarde ha comenzado a soplar un brisote que toma
fuerza y levanta olas de espanto sobre la por regla tranquila bahía floridana.

Hasta los oídos alertas llegan los apagados resoplidos del vapor, que poco a poco, va dejando ver destellos de luces sobre su salitrosa cubierta.

Martí desciende de último, vestido de negro, con una pequeña maleta de cuero bajo el brazo, una vez en tierra recibe las más variadas muestras de afecto.

Entre los presentes está el joven Manuel García Ramírez, prontamente, por su elegancia, este llama la atención del Maestro, quien lo mira y le dice:

"Preciosa corbata, joven, el color lila siempre ha sido uno de mis preferidos, pero más bello aún es ese alfiler de oro y de plata que la adorna.

"Ah, veo que se trata de la figura de una abeja, pues sepa que para mí ese insecto es sinónimo de unidad y de trabajo, únicamente así se puede triunfar en esta vida".

Al otro día 26 de noviembre de 1891, todavía con el cielo algo encapotado, en el Liceo Cubano de Tampa, Martí dice uno de sus más célebres discursos.

"Yo abrazo a todos los que saben amar. Yo traigo la estrella, y traigo la paloma en mi corazón" expresa ante un atento y emocionado auditórium.

En la siguiente jornada, el 27 de noviembre, aniversario veinte del fusilamiento de los estudiantes de medicina, la voz de Martí vuelve a escucharse.

Esta vez dice que la amapola más roja y más leve crece sobre las tumbas desatendidas, y que el árbol que da mejor fruta es el que tiene debajo un muerto...

A punto de despedirse de Tampa, la patriota cubana Carolina Rodríguez le entrega un misterioso envoltorio, le pide lo abra para saber de que se trata.

Y el Maestro --siempre atento con las damas--, lo hace con rapidez, para su sorpresa encuentra dentro la ya conocida corbata lila y el pasador de oro y plata en forma de abeja.

“¿Y esto?”: --pregunta Martí. Y la muchacha responde: "Un regalo para usted, como recuerdo de su visita a Tampa, se lo envía Manuel, uno de sus más fervientes admiradores".

Martí mira el regalo, está claro que no sabe si aceptarlo o rechazarlo, finalmente dice: "Dígale que yo solo utilizo corbatas negras, estoy de luto por la Patria que sufre”.

Se hace el silencio, pero para no ser descortés agrega: "Esta bien, usaré la corbata una sola vez, luego la daré a otro cubano que la sepa estimar y conservar".

Cuentan que como mismo llegó se fue, con la amapola roja, abrazando a todos los que saben amar, con la paloma de la paz en su corazón, y con un bello recuerdo de la ciudad de Tampa.

¡SANTA MONICA!

El gélido aliento del campamento de Santa Mónica todavía me persigue, y eso que han pasado más de 20 largos años, pero así y todo, algunos de esos recuerdos recurrentes comienzan a salir con esmedida impertinencia, como si se tratara de fantasmas en pena, buscadores de una paz que todavía no les acaba de llegar.

Quizás lo más curioso de aquella tarde de diciembre en que llegamos al lugar, montados sobre camiones de altos barandales, fue la embestida de un remolino de proporciones desmedidas que pasó sobre nuestras cabezas dejando media pulgada de polvo ceniciento encima de la ropa y de la piel.

Y ocurrió durante la misión Ruta Roja, timbaludo nombre que se le dio a la cosecha del tomate en el municipio de Los Palacios, donde fue necesario trabajar bien duro, hombres y mujeres de las más disímiles profesiones, para que no se perdiera tan distinguida hortaliza, como si tratara de una misión de vida o muerte.

Esa noche dormimos sobre literas dobles, quejumbrosas, bajo el asedio de un fuerte viento invernal que imitaba el sonidos de la más incómoda sonatina, enroscados sobre frágiles colchonetas, tapados con todo lo que se pudiera para atenuar la helada corriente que se colaba entre las paredes de madera y la techumbre de zinc galvanizado.

Con las primeras luces del amanecer, con las manos en los bolsillos en busca de calor, azotados sin piedad por el irreverente frío matinal, sobre el irregular camino de tierra, descubrimos entre asombros que nuestro flamante campamento estaba rodeado de anchos canales sobre los que flotaba un vahído neblinoso.

Fueron tantas las anécdotas en Santa Mónica que se hacen difíciles de escoger --y posiblemente hasta de creer--, sin embargo, hay una que demuestra el humor que corre en esas sabanas de todos los tiempos, donde se mezcla la nobleza con la rudeza, y el insulto con el honor.

Resulta que desde el anonimato del camión en el cual se apretujan unos veinte hombres, la tronante frase de “ponle blume a tu yegua” gritada con intensidad de miles de decibeles, no solo hace levantar el vuelo de las asustadas garzas en las orillas, sino que enciende la sangre de los dos jinetes a los cuales va dirigido el insulto, quienes sin pensarlo un segundo corren hasta nosotros en busca de venganza.

A los pocos minutos de aquella suicida galopada, uno de ellos atraviesa su cabalgadura en medio del estrecho camino, y el chofer, sin otra opción se ve obligado a detener la marcha; mientras que el otro, más audaz todavía, cuchillo en mano, se alza sobre la baranda del camión preguntando con muy malas intenciones por el autor de la injuria.

¡Que salga el que gritó! ¡Arriba, que sea hombre y que salga! Pero a pesar de su temeraria insistencia, un silencio de cementerio en ruina es la única respuesta que recibe el ofendido, quién después de unos segundos de tensa espera masculla entre dientes: “maricones”. Y se retira luego junto a su compañero, eso sí, con la frente altiva y las quijadas apretadas, seguramente todavía con ganas de matar.

En Santa Mónica aprendimos casi todos los secretos del tomate, una solanácea sin nicotina, que a semejanza de la hoja del tabaco tiene la desagradable costumbre de amelcochar las manos y las ropas, a las que se va pegando el polvo, una capa detrás de la otra, hasta convertirse en una costra verdinegra de aspecto bastante repulsivo.

Pero así y todo, cada uno de nosotros se afincaba en el surco –menos Diego, que alcanzaba las latas vacías y se llevaba las llenas-- colectando entre tallos embejucados la púrpura hortaliza, con la cabeza a la altura de las rodillas, la mayoría de las veces sintiendo brazas calientes alrededor de la cintura.

Pero no todo era trabajo, después del baño y la comida se alzaba apoteósica la música desde el llamado Ranchón, improvisada discoteca en medio de aquella congelada sabana donde hicieron época estribillos como aquel de “Pelotero la bola”, que de tanto repetirse, se tarareaban a toda hora como si se tratara de un rayado disco de vinilo. ¡También hubo allí memorables episodios, algunos de los cuales la discreción indica que deben ser olvidados!

¡Santa Mónica! Allí estuvimos un mes, quizás más, ya ni recuerdo. ¡Qué largura la de aquellos surcos salpicados de verdes y de rojos! No se me olvidan los amigos, ni las amigas. Sus risas están todavía ahí, lo mismo que sus manos y sus voces: quizás quieran decirme si fui feliz o no por esos días de diciembre de hace más de 20 años atrás.

SILVERIO OTRO AMIGO QUE SE VA

El fallecimiento de Silverio Aragón viene a confimarme nuevamente que los buenos que vivimos en este extraño mundo estamos cada día más expuestos a los caprichos de alguna fuerza misteriosa empeñada en contrariarnos el entendimiento de que la muerte es algo natural.

No sé la edad que tenía Silverio, pero si de algo estoy seguro es que nadie está conforme con su partida a destiempo y a mi por lo menos se me mezclan sentimientos encontrados: por una lado molestia, y por el otro muchísima tristeza.

Silverio no fue solo el magistral musicaliador y sonidista, fue igualmente un excelente músico y lo recuerdo acompañando con su bajo al Platanito  de Los Brutos, desde los tiempos en que tenían que ingeniárselas para buscar una cuerda de guitarra.

Pero por encima de su musicalidad fue un hombre de la radio, y lo recuerdo grabando en una vieja Sony los sonidos de la ciudad, apostado
desde bien temprano en las intercepciones más ruidosas para luego poder ambientar los programas en los cuales se desempeñaba como musicalizador
y sonidista.

Era igualmente un artista en sostener aquellos viejos tocadiscos de placas de vinilo, un parque totalmente obsoleto, a los que únicamente un  hombre bien plantado y persistente como él era capaz de mantener en marcha y sacarle provecho en función de los espacios dramatizados.

Con el mayor respeto de todos mis amigos de la radio, Silverio fue el mejor sonidista y musicalizador de ese medio, y su partida inesperada debe servir
para recordarlo como un gran maestro de la relización radiofónica.

Las últimas veces que lo vi tenía dos grandes retos, digitalizar la información conservada en cintas y discos bajo custodia de la hemeroteca, y 
 
buscar justicia con el famoso grupo Los Brutos, donde solo uno de sus integrantes había recibido la categoría de profesional.

Esto último lo amargaba, pues él, Silverio, siempre le dio vida a Los Brutos, el grupo más popular que haya tenido alguna vez Pinar del Río, tocando y cantando  siempre aquellas legendarias canciones de los años 70 del pasado siglo y que hoy todos distinguen con el nombre de la década prodigiosa.

Y uno se pone a pensar, y tal parece que esas fuerza misteriosas de las que hablaba al principio se han ensañado con el Cuadro Dramático, primero el Sargento Coterillo, depués Felix Lazo, luego Cristina, más tarde Félix Hernández, le siguió Isora LLánez y ahora nuestro amigo Silverio.

Descansa en paz Silverio. Que llegue hasta tu familia nuestro más sentido pésame. Y dónde quiera que estés debes saber que estamos inconormes con tu partida.

lunes, 30 de junio de 2014

EL ÚLTIMO BESO DE MUJER

A PROPOSITO DEL GENERAL MACEO Y EL DIA DE LOS ENAMORADOS

El cura Facundo de Avignon alzó primero el crucifijo a la altura de los ojos de la pareja, luego envolvió los dedos en un rosario de marfil, y con la voz más temblorosa que otras veces dijo el consabido los declaro marido y mujer.

Antonio de la Caridad Maceo Grajales tenía 21 años y María Magdalena Cabrales Fernández 19, y la ceremonia nupcial se celebraba el 16 de febrero de 1866 en la iglesia parroquial de San Luis, Oriente, bajo la atenta mirada de Mariana.

Y Maceo siempre adoró a su esposa, y ella a él, un matrimonio que supo superar el trauma de la Guerra Grande, a la cual se incorporan en 1868 a los pocos días del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes.

Y lo hacen con una hija de pocos meses llamada María de la Caridad. Pero además de eso, la esforzada patricia se encuentra en avanzado estado de gestación.

Y nace en la manigua un niño al que ponen por nombre Antonio, como su padre, solo que ambas criaturas mueren por lo rigores de la guerra. Y la infeliz madre, de tanto sufrimiento quedará estéril por el resto de su vida.

Ahora bien, al terminar la contienda en 1878, después del Pacto del Zanjón, Maceo marcha rumbo a Haití, y cuando comienza la Guerra Chiquita, debe abandonar dicho país por el asedio de los agentes de España que quieren asesinarlo.

Esta vez al embarcarse rumbo a Jamaica lleva consigo el retrato de una hermosa mujer –que no es María--, en el que puede leerse una breve nota: “Sea siempre muy prudente; es ésa una pequeña recomendación que yo particularmente le hago.”

Al parecer, en Jamaica, el atormentado general Maceo conoce a la joven Amelia Marryat, y del fruto de este nuevo romance nace su único hijo conocido que logra llegar a la adultez: Antonio Maceo Marryat.

Emilio Rodríguez, historiador, en su obra Maceo en Santo Domingo (1945), asevera que allí también conoció a una criatura “de treinta años, de buena estatura, india, y algo cobriza…”

Y José L. Franco, biógrafo de nuestro héroe, sobre la estancia de este en Honduras describe los atributos de otra preciosidad con la cual comienza un nuevo romance: “... una hondureña de ojos de fuego, que denunciaba a lo lejos la mezcla de sangre maya y española….”

En 1895, ya de regreso a Cuba para continuar la guerra contra España, Maceo le dice a la esposa en una carta: “Consérvate buena y quiere a tu negro que no te olvidará nunca.”

Y la trata con frases amantísimas: “Mi inolvidable y siempre adorada esposa.” “Recibe el corazón de tu esposo que te quiere...” “Tu esposo que te adora y desea.” “Mi siempre adorada esposa.” “Recibe el afecto de mi alma sincera con un fuerte abrazo, que de corazón desea darte tu esposo.”

Sin embargo, por esta misma etapa, en un guateque cerca de Holguín, Maceo come carne de puerco mal cocida y se enferma, de forma que debe asistirlo el médico puertorriqueño Guillermo Fernández Mascaró, teniente coronel de Sanidad del Ejército.

Muchos soldados en su ignorancia serrana opinan que el doctor no puede curar la dolencia, que deben ir ellos mismos a Gibara y traer a una famosa curandera infalible en materia de empachos y cagaderillas.

El médico se resiste a la idea, tanto que los hombres consultan al aventado general, quien a rajatabla les dice: “si la curandera es joven y agradable que venga.”

La mujer, vieja y poco agraciada no pasó el examen, de forma que se tuvo que curar con el médico. Lo cual fue una suerte, pues el galeno estaba amenazado de muerte, debido a que los hombres del caudillo habían jurado ahorcarlo en caso de no ser capaz de sanarlo.

Un amigo personal de nuestro héroe, el general Enrique Collazo, diría en 1912, en la revista de corte histórico Cuba Heroica, que el general Maceo había conservado toda la vida su amor natural por las mujeres.

Frank J. Agramonte, quien preparó la expedición que lo trajo de vuelta a pelear en la Guerra de Independencia dijo: “Este hombre que no fuma, ni juega, ni toma, tiene una singular pasión: su atracción desmedida por las damas”.

Y un estudioso de su vida como lo fue Leonardo Griñán Peralta, dice en 1936 que, “no fue demasiado casto Antonio Maceo, su debilidad por las mujeres fue uno de los rasgos más acentuado de su carácter”.

Eso sí, su gran amor sigue siendo María Cabrales, y después de 30 años de matrimonio, casualmente un 14 de febrero, pero de 1896, le escribe a la amante esposa y le cuenta de sus penas: “Desde que desembarqué en esta isla, no abandono el caballo un solo día”.

Y era verdad, pero así y todo saca tiempo para el amor, y en Punta Brava por ejemplo, en enero de 1896, luego de un fugaz romance recibe de la mano de la fémina de turno un perfumado pañuelo que lo acompañará hasta el día de su muerte.

Un poco después, en el combate del Rubí, en tierra pinareña, en junio de 1896, Maceo es herido en una pierna. Debe guardar cama por nueve días y lo cuida María Luisa Barrios, una bella campesina.

La joven era hija del prefecto José Manuel Barrios y vivían en la finca San José, donde se despierta una vez más la pasión del invencible guerrero, solo que la muchacha no acepta ninguno de sus galanteos.

En carta al doctor Hugo Roberts le confiesa lo siguiente: “Usted me ha curado totalmente pero no podrá cicatrizar el hondo mal que me ha hecho María Luisa” ¡Tenía y no tenía suerte con las Marías!

Ahora bien, del 27 al 31 de octubre Maceo acampa en la finca del Brujito, antiguo cafetal al norte de San Cristóbal, donde se cree haya conocido a Cecilia Fernández, una hermosa serrana de la cual se enamora –una vez más--, perdidamente.

La mujer es casada, pero a pesar de serlo le responde con una misiva donde se mezcla lo delicado con la firmeza de carácter: “General, mi virtud está en mi integridad y no pienso perderla. Lo mismo que mide usted el peligro que debe enfrentar antes de lanzarse al combate, debe medirlo esta infeliz que responde por el nombre de Cecilia.”

La autenticidad de la carta está avalada por Manuel Sanguily, quien la recibe a su vez del general Miró. Aseveran las fuentes que el rechazo de las dos pinareñas lo afecta profundamente.

El domingo 6 de diciembre de 1896 Maceo conversa con Perfecto Lacoste y su esposa Lucía, al despedirse la mujer le estampa un sonoro beso en la mejilla: fue el último que recibiría en su vida.

Al otro día, siete de diciembre de 1896, en la finca San Pedro, provincia Habana, un par de balas españolas lo derribarían de su caballo elevando al infinito la gloria del enamorado general.