martes, 1 de julio de 2014

¡SANTA MONICA!

El gélido aliento del campamento de Santa Mónica todavía me persigue, y eso que han pasado más de 20 largos años, pero así y todo, algunos de esos recuerdos recurrentes comienzan a salir con esmedida impertinencia, como si se tratara de fantasmas en pena, buscadores de una paz que todavía no les acaba de llegar.

Quizás lo más curioso de aquella tarde de diciembre en que llegamos al lugar, montados sobre camiones de altos barandales, fue la embestida de un remolino de proporciones desmedidas que pasó sobre nuestras cabezas dejando media pulgada de polvo ceniciento encima de la ropa y de la piel.

Y ocurrió durante la misión Ruta Roja, timbaludo nombre que se le dio a la cosecha del tomate en el municipio de Los Palacios, donde fue necesario trabajar bien duro, hombres y mujeres de las más disímiles profesiones, para que no se perdiera tan distinguida hortaliza, como si tratara de una misión de vida o muerte.

Esa noche dormimos sobre literas dobles, quejumbrosas, bajo el asedio de un fuerte viento invernal que imitaba el sonidos de la más incómoda sonatina, enroscados sobre frágiles colchonetas, tapados con todo lo que se pudiera para atenuar la helada corriente que se colaba entre las paredes de madera y la techumbre de zinc galvanizado.

Con las primeras luces del amanecer, con las manos en los bolsillos en busca de calor, azotados sin piedad por el irreverente frío matinal, sobre el irregular camino de tierra, descubrimos entre asombros que nuestro flamante campamento estaba rodeado de anchos canales sobre los que flotaba un vahído neblinoso.

Fueron tantas las anécdotas en Santa Mónica que se hacen difíciles de escoger --y posiblemente hasta de creer--, sin embargo, hay una que demuestra el humor que corre en esas sabanas de todos los tiempos, donde se mezcla la nobleza con la rudeza, y el insulto con el honor.

Resulta que desde el anonimato del camión en el cual se apretujan unos veinte hombres, la tronante frase de “ponle blume a tu yegua” gritada con intensidad de miles de decibeles, no solo hace levantar el vuelo de las asustadas garzas en las orillas, sino que enciende la sangre de los dos jinetes a los cuales va dirigido el insulto, quienes sin pensarlo un segundo corren hasta nosotros en busca de venganza.

A los pocos minutos de aquella suicida galopada, uno de ellos atraviesa su cabalgadura en medio del estrecho camino, y el chofer, sin otra opción se ve obligado a detener la marcha; mientras que el otro, más audaz todavía, cuchillo en mano, se alza sobre la baranda del camión preguntando con muy malas intenciones por el autor de la injuria.

¡Que salga el que gritó! ¡Arriba, que sea hombre y que salga! Pero a pesar de su temeraria insistencia, un silencio de cementerio en ruina es la única respuesta que recibe el ofendido, quién después de unos segundos de tensa espera masculla entre dientes: “maricones”. Y se retira luego junto a su compañero, eso sí, con la frente altiva y las quijadas apretadas, seguramente todavía con ganas de matar.

En Santa Mónica aprendimos casi todos los secretos del tomate, una solanácea sin nicotina, que a semejanza de la hoja del tabaco tiene la desagradable costumbre de amelcochar las manos y las ropas, a las que se va pegando el polvo, una capa detrás de la otra, hasta convertirse en una costra verdinegra de aspecto bastante repulsivo.

Pero así y todo, cada uno de nosotros se afincaba en el surco –menos Diego, que alcanzaba las latas vacías y se llevaba las llenas-- colectando entre tallos embejucados la púrpura hortaliza, con la cabeza a la altura de las rodillas, la mayoría de las veces sintiendo brazas calientes alrededor de la cintura.

Pero no todo era trabajo, después del baño y la comida se alzaba apoteósica la música desde el llamado Ranchón, improvisada discoteca en medio de aquella congelada sabana donde hicieron época estribillos como aquel de “Pelotero la bola”, que de tanto repetirse, se tarareaban a toda hora como si se tratara de un rayado disco de vinilo. ¡También hubo allí memorables episodios, algunos de los cuales la discreción indica que deben ser olvidados!

¡Santa Mónica! Allí estuvimos un mes, quizás más, ya ni recuerdo. ¡Qué largura la de aquellos surcos salpicados de verdes y de rojos! No se me olvidan los amigos, ni las amigas. Sus risas están todavía ahí, lo mismo que sus manos y sus voces: quizás quieran decirme si fui feliz o no por esos días de diciembre de hace más de 20 años atrás.

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